Que no sirva para nada

[Publicado originalmente en Primer Acto, 353, (II/2017), pp. 52-54]

Resulta que cuando yo me vine al Teatro todavía era adolescente. Ahora lo sé, pero entonces lo ignoraba. Las maletas con las que llegué a este lugar en el que ahora vivo parecían vacías, pero en realidad estaban llenas de una negrura que quería borrar con el cañonazo de los focos. Es decir, que necesitaba y, por lo tanto, buscaba. Así que sí: yo era adolescente. Con los años me esforcé en hacerme mayor. Creía que eso consistía en sustituir los pruritos de nostalgia prematura en los que se cocinaban mis primeras obras por grandes temas de nuestro tiempo.

Hasta que llegó la Educación.

Confieso que a este otro país no me llevó la negrura, sino la maldita necesidad que tienen los dramaturgos de comer todos los días. Pero al primer impulso alimenticio se le impuso una vocación inesperada. Vocación tardía pero verdadera: creedme. Así que un buen día enarbolé la bandera del teatro y me puse delante de cientos de adolescentes que esperaban mis órdenes. ¿Qué hacer?

Lamento el borrón: no hay manera de enhebrar las palabras “teatro” y “adolescencia” sin que aparezca “educación” de por medio. Es insoportable. Pero os pido que me entendáis. A todo profesor de un departamento de Lengua y literatura, desde el primer día de su profesión, se le viene encima una tremenda responsabilidad: elegir qué obras de teatro van a ver sus alumnos por última vez antes de morir.

No, no exagero. En la “Encuesta de hábitos y prácticas culturales en España” de 2015, solo el 23,2 % de la población de todas las edades declaraba haber ido al teatro alguna vez en el último año. El porcentaje está creciendo, pero hay que ser muy, pero que muy optimista para pensar que en 2040 llegue siquiera al 50 %. Es decir, que para más de la mitad de los españoles del medio siglo el teatro será solamente un recuerdo más o menos agradable de su época escolar. Más le vale al sufrido profesor no meter la pata con una decisión equivocada. Indaguemos ahora qué podemos hacer para salir airosos de tamaña responsabilidad.

Bien. La mayoría de los adolescentes huye de ciertas actividades digamos panfamiliares que son comunes en edades más tempranas (véase “teatro infantil”) y a la vez carecen de la independencia económica necesaria para acudir al teatro por su cuenta para ver lo que les apetece (algunos van a ver espectáculos de humor, pero luego se encuentran con señores muy serios que les dicen que eso no vale, que eso no es Teatro). Por eso es el profesor el que selecciona y decide los espectáculos a los que acudirán: serán pocos, porque el curso no da para más, y deberán ser buenos. Pero buenos… ¿desde qué punto de vista? “¿Aquellos que les vayan a gustar más, para que se enganchen?”, dice alguno. Hombre… Eso está bien, pero sería mejor si aprovechamos el viaje y les enseñamos algo. El señor muy serio nos recuerda que lo primero es el currículo. El currículo de historia de la literatura, se entiende. Así que… ¡Clásicos! ¡Clásicos! ¡Que no quede dama sin capa ni galán sin espada! Otro profesor rebusca en los decretos y se acuerda de los valores. ¡Valores! ¡Valores! No hay manera de que estos chavales se enderecen, así que bien les vendrán unas píldoras. Y en el teatro las doran como nadie. Miel sobre hojuelas. Ojo, que no hablamos de polvorientos manuales de buenas maneras nacionalcatólicas. Hablo de valores indiscutibles pero todavía a medio asentar que tú y yo defendemos en las aulas y en las calles (por ejemplo, la no discriminación por raza, origen, orientación e identidad sexual). Y por si esto fuera poco, pronto algún neurólogo descubrirá que asistir al teatro mejora la mermada capacidad de atención de los jóvenes porque en la escena son ellos los que deciden dónde poner el ojo, no como en las malditas pantallas. Perfecto. Viaje redondo.

Recapitulemos. Nuestros alumnos cumplen con el sagrado rito de asistir al teatro y de paso aprenden una tonelada de cosas que se pueden medir al milímetro con indicadores de logro (¿qué? ¿Qué es eso? Preguntad a cualquier profesor mientras prepara una programación didáctica, ya veréis qué cara os pone). Es fantástico. Y, sin embargo, el párrafo anterior no resulta convincente, ¿verdad? Esperad, que no he terminado.

Algunos alumnos, además de ir a ver espectáculos, deciden matricularse en las asignaturas optativas llamadas “Teatro”, “Artes escénicas” o algo parecido. Y otros, incluso, se apuntan a los grupos de teatro extraescolares, robando tiempo a sus deberes o a otras tareas indudablemente más productivas, como estudiar chino o robótica aplicada. A los padres que les permiten tal imprudencia los adoro. Educan en la libertad y por eso son los personajes más admirables de toda esta historia. Pero imaginaos la vergüenza que paso delante de ellos cada vez que alguno de estos chavales se lo toma demasiado en serio, acaba el Bachillerato, tira por la borda todas sus vocaciones de la infancia y entona el “mamá, yo quiero ser artista”. Uff… No nos asustemos, que son una minoría. El resto hace teatro sin expectativas profesionales y si la sociedad se lo permite es porque conoce las “destrezas” que se adquieren con esta “actividad”. Adjúntense los siguientes sintagmas a la fórmula “desarrollo de…”. Dos puntos. Habilidades comunicativas, habilidades sociales, memoria, trabajo en equipo, responsabilidad, disciplina, iniciativa, creatividad, sensibilidad, proyección de la voz, proyección de la personalidad, conocimiento del acervo cultural universal… Etcétera.

Quod erat demonstrandum. El teatro es una cornucopia de la que mana sin cesar material educativo de primera. Por lo tanto, tenemos que llevar a los chicos al teatro porque está probado que el teatro es… importante. Importante. ¡Importante! Mmm… ¿Qué adolescente puede resistirse ante esa palabra? ¿Qué adolescente puede huir de algo que sabe que es… “importante”? Sí, no os equivocáis. He aquí el problema.

Para continuar, voy a ceder brevemente la palabra a una voz más sabia que la mía. Busco un criterio de autoridad en alguien que, oh, paradoja, pasa por ser un paladín del teatro didáctico. Me refiero, claro está, al gran Bertolt Brecht. Brecht dice lo siguiente en el punto 3 de El pequeño organón (cito por unas fotocopias encuadernadas de esas que vendían antaño en La avispa):

“El teatro debiera ser una cosa completamente superflua, siempre y cuando se dé por entendido que se vive para lo superfluo”

¿Cómo? ¿Qué ha querido decir? Esa es mi parte favorita, pero tampoco están mal algunas afirmaciones de ese mismo punto:

“[Al teatro] no se le situaría en una posición superior si, por ejemplo, se le hiciese un mercado de moral. Por el contrario, tendría que procurarse el no rebajarlo con esta aspiración”

Vaya. Así que, según Brecht, la educación en valores no solo no enriquece al teatro, sino que lo “rebaja”. Y encima dice que “se vive para lo superfluo”. ¡Qué barbaridad! ¡Que no se enteren los adolescentes!

¡Abandonarán los libros y se dedicarán a jugar a la Play o hacer botellón!

Bien. Vamos a la exégesis. Me parece que Brecht no pensaba en los adolescentes cuando escribió estas líneas. Seguramente pensaba en los adultos, porque vivía en una época en la que asistir al teatro era un hábito de ocio. Ocio. No “lo importante”: ocio. La gente se mataba a trabajar una cantidad de horas que hoy ni imaginamos y, si podía, divertía su escaso tiempo libre asistiendo al teatro. El trabajo, lo importante; el teatro, lo superfluo. Hoy tenemos algo más de tiempo libre y muchas otras opciones de ocio. Pero para los adultos sirve la fórmula: el trabajo, lo importante; el teatro, la tele, internet, el fútbol, los viajes, los museos…, lo superfluo. ¿Se vive para lo superfluo? Pues claro. Preguntad a los trabajadores de cualquier oficina, obra, taller o supermercado, que cumplen con eficacia con sus tareas y a la vez vuelan con su cabeza en el fin de semana de sus sueños… Vivir para lo superfluo es lo que nos hace humanos. Lo demás son robots o presos de un campo de concentración.

Los adolescentes también lo entienden. Mejor que nadie. Desde muy pronto les enseñamos que primero deben cumplir con sus obligaciones para luego disfrutar de su ocio. Es así, y así debe ser. Entonces, si el esquema en adultos y adolescentes es tan parecido, ¿por qué nos empeñamos en que no sólo sus horas de estudio, sino también su tiempo de ocio se llene con cosas “importantes”? El adolescente, como yo cuando llegué al teatro, necesita y busca, y rechazará decepcionado cualquier intento de repetirle lecciones a costa de parasitar con ellas las pocas horas en las que es realmente libre.

Ya lo sé. La carne es débil y tiende a formas de ocio poco recomendables o incluso peligrosas. Y, en cambio, el teatro y las otras artes, cuando son de calidad, son nobles y sanas, pero por eso mismo libres de sustancias adictivas. ¿Qué hacemos? No ha llegado hasta este punto de la argumentación para encontrar una solución. No hay soluciones. Hay rutas inciertas que debemos recorrer. No nos enredemos en la dicotomía fácil entre evasión y compromiso, porque los caminos están minados de banalidades y panfletos. Solo sabemos algo: cuando el creador llega con su trabajo a la excelencia, no hay nada que pueda superarlo. Esto es arte, quien lo probó lo sabe.

La misión es crear textos, espectáculos o clases de teatro que no sirvan absolutamente para nada. La moral y los grandes temas, si están, solo “saldrían ganando” si primero conseguimos divertir (Brecht). Divertir. Atrapar la atención de seres que son jóvenes e ignoran muchas cosas pero son al menos tan inteligentes y sensibles como nosotros nos creemos que somos. Y, así, sin buscarlo, persuadiremos a los adultos del mañana de que merece la pena transitar por este extraño lugar hecho de luces, oscuridad, palabras y calor humano.

JUAN PABLO HERAS

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