Literatura y política

[Publicado originalmente en Puentes de crítica literaria y cultural, abril de 2015, pág. 13]

No seré el primero que recuerde que la literatura es necesariamente una actividad política. Especialmente cuando habla de la intimidad. Vale la paradoja porque es a través de ella como lo que hoy se esconde pasa mañana a ser una experiencia compartida, común y, en cierto modo, pública.

Pero no quiero pecar de ingenuo ni estirar la palabra “política” hasta que se haya dado tanto de sí que ya no sirva para nada. ¡Ya les gustaría a muchos desactivarla de esa manera! Asumo que el debate está en si la literatura contribuye (o debe contribuir) a distribuir de una manera más justa y pertinente los recursos, el poder y los valores que imperan en la sociedad a la que el escritor pertenece. En el ámbito en el que habitualmente me muevo, la literatura dramática, no suele dudarse del valor político de la palabra. Por lo menos desde Los persas de Esquilo. Entregamos la palabra a un actor que reproduce no solo nuestras intenciones sino las suyas y las de otros mediadores, por no hablar de los distintos públicos que la modifican en cada función.

Pero de nuevo parezco ingenuo. A lo largo de la historia, la cualidad colectiva del teatro ha servido más para impartir dogmas que para plantear discusiones o abrir nuevas perspectivas. La tradición unilateral del escenario casaba tan bien con la del púlpito, la tribuna o la cátedra, que ha sido el dramático el género por excelencia para imponer mensajes políticos.

Pero algo ha cambiado. Desde hace décadas, son otros medios de comunicación los que aglutinan al público. Y son sin duda más eficaces para transmitir ideas, para convencer, para liberar y para manipular. El teatro queda a la vez liberado de obligaciones y condenado a ser un arte de minorías. Y sin embargo muchos lo siguen utilizando como una plataforma para la difusión de doctrina política: que esta resulte más o menos cercana al pensamiento dominante es lo de menos. De hecho, con frecuencia representa ideologías minoritarias en la sociedad pero asfixiantemente generalizadas entre el público que suele asistir a los espectáculos. Y, por eso, cada entrañable intento de iluminar al espectador se queda casi siempre en una ceremonia complaciente de confirmación de las propias sospechas.[1]

Creo que si la literatura dramática se pone al servicio de una ideología política se prostituye tanto o más que si se vende para anunciar las bondades de una marca comercial. No cabe duda de que la literatura se dignifica si se vuelcan en ella los problemas y las preocupaciones de nuestro tiempo. Pero las soluciones que se ofrezcan (si es que se ofrecen) deben ser de todo menos previsibles. El autor debería poner a prueba su propio sistema de pensamiento y defender a los personajes que representen lo opuesto a su forma de ver el mundo. Y llegar entonces a lugares antes no imaginados. Porque solo si logra resquebrajar un poco la rutina del espectador habrá ejercido un verdadero acto político.

JUAN PABLO HERAS

[1] Solo recuerdo un espectáculo claramente político que sirva de excepción a esta regla: el montaje de El retablo de las maravillas que hizo Els Joglars en 2004. En la misma función se satirizaba a tres colectivos: el Opus Dei, los críticos de arte y el PSOE. Como el pensamiento político de nuestros días suele ir en cómodos packs y este ataque no encajaba con ninguno, casi no hubo espectador que se fuera del teatro sin sentir que alguna de sus convicciones hubiera sido atacada.

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